Wert no es el causante de lo
que está pasando con la educación en España. Igual que el vilipendiado
conseller Font de Mora no lo era de la voladura de la enseñanza pública
que se está ejecutando en la Comunitat Valenciana. Somos humanos, y
seguramente por eso nos gusta humanizar o, mejor, personalizar las
acciones buscando héroes o villanos, según el caso.
Es cierto que la intolerancia, la testarudez, el endiosamiento y la
autocomplacencia de estos personajes nos lo ponen muy fácil para que
centremos nuestro enojo en sus figuras, pero hemos de estar alerta para
que estos cabezas de turco no sean el árbol que no nos deja ver el
bosque. Y el bosque es grande, selvático y depredador.
El verdadero impedimento para que las corrientes políticas mayoritarias
se pongan de acuerdo no es sólo la soberbia intransigencia de los que
ahora gobiernan o, en general, de los que gobiernan en cualquier momento
con mayoría absoluta, sino que estamos ante dos modelos antagónicos de
educación: pública y laica, por un lado, o cada vez más de mercado y
dependiente del lobby eclesiástico, por otro.
Este es el debate real, y podemos perdernos -o que consigan que nos
perdamos- en disquisiciones estériles sobre la malvad de los Werts o
Fontdemoras que han venido y estarán por venir, o del enroque de esos
dos partidos mayoritarios que no se bajan del burro, pero nos estaremos
equivocando, porque lo que se oculta tras las cortinas de humo es muy
simple: hay un sector en España que históricamente defiende un sistema y
otro sector que históricamente defiende el otro.
Aquí reside la clave de por qué Spain is different
al modelo de Europa. El sector que ha aprobado la LOMCE en solitario no
está sintonía con el conservadurismo (liberalismo o derecha) europeo.
En Francia, o en la prototípica Finlandia, nadie discute que la
educación es un bien público, en el más profundo sentido de la palabra, y
que la libertad religiosa –un derecho tan importante y que tanta sangre
ha costado alcanzar- pertenece a la esfera privada, y que sus
manifestaciones públicas, en cualquier caso, no tienen que ligarse a la
enseñanza de una fe concreta en un sistema de educación que es de todos y para todos.
Por eso en la Comunitat Valenciana se está regalando suelo público a
empresas de enseñanza privadas cuando faltan por construir colegios e
institutos públicos con proyectos aprobados. Por eso los alumnos de esos
centros no edificados estudian en barracones. Por eso se mina el
presupuesto de educación pública y se recortan plantillas, de forma que
aquellos que más lo necesitan, los alumnos candidatos al fracaso escolar
–un fracaso que aquí ronda el 36%, 10 puntos por encima de la media
nacional- y los que tienen necesidades educativas específicas no puedan
ser atendidos. Por eso, a pesar de este bendito clima mediterráneo, el
alumnado se cuece en aulas en las que, ya no es que no se instale un
aparato de aire acondicionado, sino que en muchos casos no se coloca ni
un mísero ventilador. Y por eso, nuestro alumnado no se suma en
condiciones a las tan necesarias metodologías basadas en las nuevas
tecnologías de la comunicación.
La nueva ley de educación –que, visto lo visto, pasará el trámite por
el Senado sin mayor pena ni gloria- profundiza en esta situación, la
institucionaliza, la dota de legalidad y, lo que es más preocupante,
intenta camuflar el proceso bajo una aparente lucha contra el fracaso
escolar y contra la supuesta mediocridad e incultura de nuestros
estudiantes. A propósito, qué maquiavélico intentar confundir a los
ciudadanos con datos estadísticos mal usados.
El reciente informe PIACC, que tanta tinta y tanto comentario de bar ha
provocado acerca de nuestro pretendido analfabetismo consustancial, se
refiere a una población de entre 16 y 65 años, es decir, fuera del sistema educativo obligatorio,
por lo tanto, no nos sirve como indicativo del fracaso o del abandono
escolar prematuro. Es más, tampoco sabemos si esa franja de población
está o no a la cola de la OCDE, puesto que hay países miembro que no han
presentado aún sus datos.
La LOMCE da amparo legal a que empresas privadas se ahorren costes en
suelo con el dinero de nuestros impuestos. Los centros públicos tendrán
que competir con los concertados, pues se les va a financiar en función
de “objetivos”. La norma también legaliza la segregación por sexos en
escuelas cuyos propietarios opinan que las niñas son mejores enfermeras y
los niños mejores ingenieros. Hace que los que logren acabar la ESO
tengan que volver a demostrar su capacidad en una reválida ante
examinadores externos –que encima podrán ser profesores no públicos, sin
ninguna oposición aprobada-, dinamitando la pedagogía de la evaluación
continua. Los directores de centro tendrán poder de decisión sobre
plantillas y sobre admisión de alumnos; los consejos escolares se
quedarán en papel mojado y ya no serán órganos democráticos de decisión
de padres, alumnos y docentes. Hay más y, si no lo impedimos, lo
sufrirán pronto en sus propias carnes nuestros hijos.
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